Aquella noche la luna brillaba e iluminaba los barcos, los puentes de mando y los tornos que servían para recoger las cuerdas. Desde lo alto del cerro Tomás observaba el Celeste atracado en el muelle.
De repente un movimiento en la popa del barco llamó su atención. Tomás parpadeó y miró fijamente en aquella dirección, pero fuera lo que fuera, había desaparecido. A través de la ventanilla del coche trataba de descubrir qué  estaba pasando en el Celeste. De repente, otro movimiento. Una sombra cruzó la cubierta.
– ¡Eh! ¡Alto! -gritó- Papá, hay alguien a bordo del Celeste.
El padre de Tomás detuvo bruscamente el automóvil y miró en dirección al barco.
– Quéeeeee?
– ¡Hay alguien en el Celeste!
– ¿Seguro?
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Vamos! Date prisa.
Tomás abrió la puerta, salió del coche y  comenzó a correr. Su padre se quitó la chaqueta, la dejó sobre el asiento delantero, y abrió el maletero del coche.
– ¡Vamos! ¡Rápido papá! – insistió Tomás.
Juan Velotti cogió una linterna, y se dirigió hacia el barco. Ordenó a Tomás, muy serio, que lo  esperara.
Descendieron rápidamente desde el aparcamiento, y corrieron a lo largo del muelle. El débil sonido de sus pies sobre la madera al correr quedaba amortiguado por el ruido de los remolcadores del puerto. Tomás seguía mirando fijamente en dirección al barco, tratando de oír o de ver a alguien en la oscuridad.  Junto a él, oía la respiración de su padre, que resoplaba como un oso.
A unos diez metros del Celeste, Juan Velotti   encendió la linterna. El haz de luz blanco y alargado que recorría el agua hasta llegar al barco, sirvió para identificar una figura humana. Quienquiera que fuese se agachó, y un sonido metálico resonó, como si algo se hubiese caído o lo hubiese golpeado con el pie.
– ¡No te muevas! – gritó el padre de Tomás.
Al principio la figura vaciló, pero luego saltó al otro lado de la plataforma de madera. La luz de la linterna permitió a Tomás distinguir algunos detalles de esa persona: tenía el pelo oscuro, llevaba pantalones vaqueros y calzado deportivo. Hizo un movimiento para detenerla, pero algo le golpeó y lo hizo caer al suelo, clavándose una astilla en una uña. Su propio padre le había caído encima.
Por un momento, Tomás se quedó inmóvil, aturdido por el golpe recibido y por el olor a gasolina del muelle.  Entonces, tambaleándose, se puso de pie. Vio al desconocido que trataba  de esquivar a su padre. La luz de la linterna  desapareció. Oyó ruido de golpes, rotura de   cristales, y un cuerpo que golpeaba la madera. Alguien juró.
– ¡Bastardo! – exclamó su padre.
Tomás corrió con la respiración entrecortada y un nudo en el estómago. Las luces del Bahía del Sol, que en aquel momento salía del puerto,   permitieron a Tomás ver lo que estaba sucediendo. Había un cuerpo tendido en el suelo sujeto por un brazo que, presionándole el cuello, realizaba una llave de inmovilización. ¡Qué sorpresa!  Así que su padre era capaz de hacer cosas como ésta cuando estaba enfadado.
– ¡Coge mi móvil y llama a la policía! ¡Vamos!